lunes, 17 de marzo de 2008



No tenía a donde ir.
Repasó los lugares a los que hubiera recurrido en otra situación, y volvió a darse cuenta de que en cada uno de ellos sería rechazada. Se sentó en el banco de una plaza vacía, tiró sus cosas en el piso y dejó caer la cabeza hacia atrás. Las estrellas no se veían, estaban tapadas por espesas capas de nubes oscuras. Oscuras, supuso, porque sentía ese frío tan particular de cuando se acerca una tormenta intensa. A su alrededor nada se movía: los árboles de la plaza, floreados, verdes, tupidos, no mostraban señal alguna del más mínimo atisbo de viento. Las plantas pequeñas, jazmines, rosales, arbustos, tenían el aspecto de cuando se ven congeladas en una fotografía. Ningún pájaro, ningún bicho, ninguna luz de mercurio titilante. Ninguna luz de mercurio, en realidad. Tanta quietud y soledad, lejos de atemorizarla, le dieron una extraña y resignada sensación de bienestar. Después de todo, no había nadie ni nada a quien rendirle cuentas, o cuya mirada disimulada, curiosa u hostil tener que esquivar. Después de todo, pensó, más vale sola que mal acompañada. O, en su caso, simplemente acompañada; cualquiera que estuviese con ella tendría motivos para no dirigirle la palabra o decirle cosas con desprecio. Estaba cansada de tener que soportar interminables reproches y críticas por cada cosa que hacía. Si ella era así, era porque estaba cansada de tener al mundo en su contra. O de estar en contra del mundo. Una vez más repasaba las personas con quienes le hubiera gustado estar pasando ese momento, en esa plaza, en ese banco, con ese frío. Apretó los dientes con bronca al darse cuenta de que a esas personas ya no les interesaría pasar ese momento con ella. ¿Podía ser? ¿Podía ser que nadie de todos aquellos con los que creyó entenderse tanto durante toda su vida entendiera lo que realmente le estaba pasando? Por más que las razones y motivos fueran absurdos, ridículos o sin sentido para quien no la conocía, siempre había habido cierta gente que, si bien no compartía el hecho de dejarse llevar por ellos para manejarse en la vida como ella lo hacía, tampoco la culpaba por ello y entendía que no lo hacía con maldad, sino con inocencia o, hasta podría decirse, inmadurez. Pero esta vez… se sentía defraudada. Ninguna palabra mejor que esa para resumir lo que sentía. Una vez más, con más bronca que antes, cerró los ojos y golpeó el banco con furia. No se había dado cuenta de las lágrimas que de pronto habían comenzado a rodar copiosamente por su cara. Empezó a tararear una canción alegre para olvidarse un poco de todo, se recostó en el banco y movió suavemente la cabeza al compás de lo que decía. Lanzó una carcajada absurda, volvió a abrir los ojos para, a través de las lágrimas, divisar de nuevo las nubes movedizas, y fue ahí cuando pasó. Todo lo que la habían herido, despreciado y maltratado, lejos de hacerla más fuerte, que era lo que ella hubiera deseado, y para lo que se había esforzado vanamente, la había hecho más vulnerable, insegura y manejable. Aunque no por eso había dejado de pelear por lo que creía que estaba bien aunque por ello debiera soportar todo en su contra, como de hecho lo había soportado, era una persona que nunca se hubiera creído superior a otra sin un motivo realmente válido. Cuando creía haber visto, escuchado o sentido algo, y las pruebas de ello eran simplemente que ella lo hubiera percibido, anulaba inmediatamente la posibilidad de que eso fuera real. Es decir, su autoestima la dejaba por debajo de absolutamente todo, pero no le prohibía sostener lo, para ella, innegable. Esa voz que escuchó no supo si calificarla de innegable o discutible. Confundida ante esta situación, esperó a volver a escucharla para darse vuelta. Y la volvió a escuchar, más cercana y dulce que antes.

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