martes, 10 de marzo de 2009

Después de todo, miraba por la ventana de aquél bar.

Nadie sabía que estaba ahí, tan lejos; no le interesaba que nadie lo supiera. En la mesa para dos ocupada de sólo un lado, ubicada justo ahí, al lado de la ventana grande de vidrio fijo, bordeadada por marco y contramarco de madera oscura, posando en aquella pared bordó con retratos en blanco y negro. En la mesa con mantel lavado, con un café (el mismo de siempre, pero ahora uno) y un cenicero ya usado sosteniendo un cigarrillo que se consumía solo. El sonido sedoso de la llovizna rozando suavemente el vidrio tan limpio, la música leve (algún jazz que hubiera ambientado un momento de inspiración para una charla de horas), la luz tenue y fría y de ese gris blanquecino.
El café se enfriaba.
La mirada no se movía, desenfocada, del charco ese, acomodado en la hendidura entre una baldosa blanca y una negra.
Inconsciente de la imagen que estaría dando, aunque no fuera del todo mala. Se había arreglado tan bien, o tal vez mejor, como cada vez que iban a ese bar, en la esquina pintoresca en que se habían conocido. Algunos apurados pasaban por la vereda y la veían: fijaban la mirada en los ojos grises, creyendo que así podrían levantarlos y disfrutar de aquella mirada. Pero ella no se percató. Su alma se iba en cada gota. Se iba por sus ojos grises que no veían. Se iba entre el vapor de aquél café. Se iba en el humo del cigarrillo abandonado. Se iba en las pisadas a aquél charco.
Se iba en la silla vacía enfrente suyo.
Se iba.
Se había ido.
Se había ido cuando él, finalmente, le dio la espalda.

Ella ya no estaba.

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