miércoles, 11 de junio de 2008

El amplio ventanal de la sala siempre había llamado la atención. En ese día se veía especial: a través del enorme vidrio fijo, el paisaje era puro cielo gris, y debajo de todo, insignificante, el campo mojado. Las gotas habían dejado de impactar tan violentamente contra la transparencia del cristal; ahora lo rozaban, más dando la sensación de una caricia que de un choque. Caían con esa suavidad que hace creer que el agua es esponjosa. Las ínfimas gotitas olvidadas en el vidrio eran lo único que lo hacía perceptible.
Se acercó lentamente y con curiosidad, abriendo los ojos tan grandes como lo hacen los actores en las películas cuando ven algo que saben que nadie ha visto jamás.
Pasaron unos minutos durante los que permaneció inmóvil, en silencio, contemplando con incredulidad el paisaje sórdido.
La lluvia cesó por completo.
Con una calma que podría confundirse con miedo a lo desconocido acercó su mano al cristal. Cuando las yemas de sus dedos entraron en contacto con la baja temperatura, la retiró rápidamente; luego la volvió a apoyar.
No había nadie más en el salón. Su compañía consistía en unos sillones de un lujo pasado de moda e innumerables muebles con figuras talladas a mano. Toda la luz (lo que no significa que fuera mucha) provenía exclusivamente del exterior, a través del ventanal. El techo alto favorecía la baja temperatura, a pesar de la calidez de la madera que forraba las paredes y el bordó de las guardas, las fundas de los sillones y la mullida alfombra que cubría el piso. La ventana ocupaba prácticamente toda la pared opuesta a la puerta. Entrar en esa habitación siempre había resultado impactante, especialmente cuando la naturaleza ofrecía paisajes particulares.
La mujer abrió la puerta como tantas otras veces al día, esta vez con la intención de guardar una copa en el cristalero.
Dejó caer la copa cuando descubrió, antes que nada en toda la sala, la imagen del niño recortada contra el enorme rectángulo de luz blanca. El pequeño, atrapado por la magia de lo que veía, no escuchó la puerta ni el sordo sonido del cristal contra la alfombra.
La mujer corrió a tomarlo del brazo y con violencia lo condujo a una habitación oscura y pequeña, en el fondo de un largo y escondido pasillo. Entre amenazas inhumanas lo encerró con doble llave, guardando ésta en su escote.
En la soledad del silencio y la oscuridad, el niño murmuró:

-Mamá solía hablarme de la lluvia.


1 comentario:

Martina.G. dijo...

Como haces para poner fotos en el titulo? (soy nueva en esto :P).
Un beso enorme.